septiembre 08, 2011

La vida es una telenovela - El eBook!


Quién lo habría de decir. Esos relatos escritos hace tanto tiempo en cuartuchos de mala muerte hoy forman parte del catálogo de la primera editorial de eBooks en el país. Circulan por todos lados al precio más accesible. No me puedo sentir más halagado.

http://www.youtube.com/watch?v=CeBmRz0Fl94

El libro se consigue en http://libros.malaletra.com o en Amazonhttp://amzn.to/pWyPb6

Siete relatos, y un cómic ilustrado por Ricardo Camacho, que fueron escritos hace mucho, sin demasiadas lecturas y fuera del ámbito literario, lo que los hizo disfrutables y les otorgó un aura de libertad y cinismo. Presentan similitudes (producto de las mismas obsesiones) pero también diferentes estilos y abordajes. Son historias que nacieron en una época cuya vida cotidiana se veía dominada por la omnipresencia de las telenovelas (y por su equivalente en el ámbito musical, la balada). Si bien las telenovelas no reflejaban en lo absoluto nuestra realidad, la realidad comenzaba a parecerse peligrosamente a las telenovelas.


junio 14, 2011

Ya no quiero ser mexicano - prólogo de Anónimo Hernández













Fragmento del prólogo por Anónimo Hernández:

Yo tampoco quiero ser mexicano

En realidad yo sí quiero ser mexicano, este título sólo lo escribo en solidaridad a mi amigo, el autor de este libro, sobre todo porque me temo que lo van a tundir como en la edición anterior. Cómo olvidar aquella presentación cuando tres viejitas lo acorralaron para lincharlo blandiendo tenedores robados del Sanborns:

—México ech un paraícho, animal —gritó una.

—Chi no te gutta, lággate, apáttida —sentenció otra, sin su dentadura postiza.

Entonces comienzo diciendo a Mauricio Bares que le deseo la mejor de las suertes y le doy mi bendición. No puedo darle la de mi mamá porque ella era la tercera viejita, la autora intelectual del ataque.

diciembre 22, 2009

FELICES FIESTAS!

Para despedir el año aquí les comparto una de mis canciones navideñas favoritas: Feliz Navidad, Orquesta Mondragón, Rock and Roll Circus


noviembre 05, 2009

A LAS PUERTAS DE SU CASA!

Aquí mayor información sobre Apuntes de un escritor malo.
Y aquí sobre La vida es una telenovela.


octubre 20, 2009

APUNTES DE UN ESCRITOR MALO - La Presentación!


[Para ver el blog de este libro click aquí]

La editorial Nitro/Press tiene el gran placer de invitarlos a la exquisita presentación del libro Apuntes de un escritor malo:
* Jueves 29 de Octubre, 8:00-10:30 pm, en el majestuoso ExTeresa Arte Actual, calle Lic. Verdad # 8, a un costado del Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana (ver croquis abajo)
* Presentan: Mauricio Bares y los enormes Alberto Chimal y Bernardo Fernández (BEF)
* Música ambiental: Peach Melba
* Visuales Nitro/Press

Portada

Contraportada
Diseño: Lilia Barajas

El libro reúne versiones mejoradas de lo más granado del blog de Anónimo Hernández, así como joyas inéditas que harán las delicias del respetable, como Escribator 3, Un escritor y su hijo 2, Malas influenzas, Malnacido, Pesadilla en Sesame Street, Un escritor con recursos, así como comentarios de sus lectores más queridos.

UBICACIÓN

octubre 03, 2009

LA VIDA ES UNA TELENOVELA - The Book!

Presentación en la Feria del Libro de Saltillo, Museo del Desierto, el 7 de octubre, 17 hrs.
Y en el DF, en la Feria del Libro del Zócalo, el 13 de octubre, 18 hrs, con Alejandra Peart (editora), Daniel Espartaco y Mauricio Bares


[Visita el blog de este libro para ver imágenes y fragmentos de los relatos]



[Este es un cuento escrito por Anónimo Hernández en 1992 y una imagen de la historieta que Rick Camacho realizó para otro relato; ambos se incluyen en el libro]

Eso no se le hace a nadie

Teníamos alquilada por veinticuatro horas una habitación del Hotel Morales, que está frente a la estación del metro Lázaro Cárdenas, pero sólo habíamos permanecido tres, lo que se tarda uno en hacerlo bien, así que le pedí a mi novia que se quedara toda la noche conmigo para reposar y hacer el amor de nuevo sin ninguna presión de tiempo, siendo viernes no había preocupación por trabajar al día siguiente, según yo ése era el plan, aunque nunca lo discutimos porque era la primera vez que íbamos juntos a un hotel, pero de pronto ella insistió en que debía marcharse para no alimentar la suspicacia de su madre y yo naturalmente traté de persuadirla aprovechando el calorcito que dejaron nuestros cuerpos sobre la cama, usted sabe teniente que bastan algunas frases vaporosas y una rodilla audaz para convencer a nuestra pareja, no obstante cuando yo creí que había logrado mi objetivo escuché con desconcierto que ella se quedaría sólo un rato para llegar a su casa en buena hora y evitarse toda clase de problemas familiares, así que en ese momento, por obra de mi propia paranoia, vi con claridad la cara de su madre asomándose por detrás de su hombro y me imaginé a todos sus vecinos señalándola con el dedo como si divertirse y gozar de su propio cuerpo fuera algo que los demás no pudieran soportar, por eso el termómetro que volvía a ascender en mi pareja por culpa de mi estúpida rodilla audaz cesó de emocionarme sopesando sobre el colchón el cuerpo de su santificada madre (la madre de mi novia, teniente, no la de usted), el cuerpo de su madre interponiéndose entre mi novia y yo, lo peor de todo fue que mi sexualidad decayó tan estrepitosamente al imaginarme dándole gozo a la respetable señora, quien, a decir verdad, ya no levanta a los hombres ni las dudas, tal vez el poder de la menopausia sea un origen de los múltiples problemas de nuestra patria, teniente, porque cuando las hijas despiertan al sexo, sus madres se despiden rencorosas de él, deberíamos liberar a las muchachas de las envidias maternas, creo yo. En fin, dentro de tales circunstancias me pareció lo más natural levantarme e invitar a mi pareja a retirarnos, pero no sé qué ideas se le metieron a ella en la cabeza que entonces me jaló del brazo e intentó tenderme de nuevo sobre el colchón en una ridícula escena de estira y afloja, estira y afloja, estira y afloja, hasta que cedió y contempló cómo iba yo vistiéndome metódicamente al tiempo que le explicaba que lo mejor era irnos y no forzar las cosas si estaba bien claro que su mami podía más que yo, ¿ve usted alguna grosería en eso?, pero creo que debí quedarme callado, ahora veo que mis palabras parecieron groseras pero le juré a ella cuando vino a plantarme una bofetada y yo le dije que no volviera a hacerlo y ella volvió a hacerlo y lo hubiera seguido haciendo si no fue porque la zangoloteé por los hombros y la arrojé a la cama, le juré y le juro a usted ahora que mis palabras sólo decían lo que decían, porque aunque soy Anónimo Hernández, el modesto escritor de novelitas calientes que se venden en puestos de periódicos, y aunque sé que en nuestra sociedad ésa más que una profesión es una cochinada, a mí me parece inclusive más limpia que la carrera de abogado o policía, sin agraviar a ningún presente, yo al menos no recibo órdenes de nadie y como profesionista del lenguaje puedo asegurarle que mis palabras sólo decían lo que decían.
Pero además qué era lo que ella perdía si me marchaba, por qué se me colgaba del pescuezo y me besaba y me despeinaba cada vez que la gomina y mi peine trataban de socializar mi cabello, por qué su actitud había girado desde la agresión hasta la complacencia, pues ahora me pedía que me quedara para que le hiciera todo lo que yo quisiera. A lo mejor en verdad hacía falta que su madre se plantara entre nosotros para imponer algún orden, aunque fuera el suyo, porque nosotros no llegábamos a ningún acuerdo, si yo me calmaba para explicarle que ya no conseguiría entusiasmo orgánico alguno ella no me escuchaba y chillaba hasta hacerme encabronar y entonces yo volvía a gritarle y ella a pedirme que no le hablara así y yo le decía que cómo así y ella decía que así y yo le sugería que no fuera pendeja y ella chillaba y entonces ya no hablábamos de absolutamente nada. Habrá sido que ella se había animado por segunda vez y no quería quedarse con las ganas, no sé, el caso es que después de tan apasionado ajetreo acepté permanecer con ella y propuse una ducha para refrescar los hechos, que ella se adelantara y que yo la alcanzaría después de orinar, así que cuando escuché el chorro de la regadera volví a peinarme y abandoné la habitación en silencio, claro, teniente, que muchachas como ella siempre nos obligan a llevarlas a hoteles que por lo menos cuenten con elevador, sin importar que en este caso tal servicio no fuese de primera calidad y durante los trayectos las parejas se cuchichearan y no se atrevieran a mirarse unas a otras y donde yo por supuesto era el único elemento extraño que podía mirarlos a todos y ser mirado con mala fe como si me faltara un huevo o como si hubiera alquilado un cuarto para hacer lo mismo que ellos, pero solo, lo importante fue que perdí mucho tiempo en bajar y esquivar al administrador que insolente me preguntó si ya tan pronto y me exigió firmar mi salida y me preguntó por mi esposa, ya sabe teniente que estas malditas siempre exigen que firmemos como si estuviéramos casados, pero luego de aclarar al administrador que no precisaba de mi firma puesto que mi mujer aún estaba en el cuarto y que yo sólo iba por cigarros, salí del hotel y caminé hacia la parada del camión más próxima sin dar ni veinte pasos cuando escuché a mis espaldas los chilliditos que yo tan bien conocía y sin tener tiempo a reaccionar fui jaloneado por las ropas, atenazado por el pescuezo y regañado a la vista de toda la gente que a esa hora salía de sus trabajos para gozar de la última luz natural y del espectáculo que esta loca ofrecía forcejeando en pleno Eje Central con la blusa medio desabotonada y la falda chueca y sin un zapato y con la piel y el pelo mojados pidiéndome que regresara con ella, pero yo caminaba ahora de espaldas como quien dice arrastrándola y planeando mis movimientos para zafarme y correr hacia la esquina sin que ningún paladín justiciero de los que me miraban con desprecio se entrometiera y sin que los otros, mayormente amas de casa que la miraban a ella como a una putilla escandalosa se atrevieran a recriminarle algo, pero al llegar a la esquina, lo que sus patrulleros vieron fue un caso poco común y por ello descendieron de inmediato y se apoderaron de mí con la presteza y espectacularidad que les permitieron sus abundantes panzas y me preguntaron que qué. Me limité a contestar que se trataba de un asunto íntimo, que la señorita era mi novia y que nosotros podíamos solucionar nuestros desarreglos, como podía verse, no necesitábamos de autoridad materna ni paterna ni policiaca para ello, entonces me soltaron y hasta acomodaron mis ropas, pero cuando le preguntaron a ella su versión de los hechos la muy cabrona respondió que yo había tratado de abusar de ella llevándola con mentiras a un cuarto de hotel. Por supuesto que ninguno de los testigos se puso de mi parte y únicamente dos paladines se acercaron a reforzar la versión femenina de los hechos hasta en detalles que nunca pudieron haber presenciado, de manera que los patrulleros me cayeron de nuevo sin pensar en la lógica del relato y dejándola a ella en libertad. Lo peor de todo fue que al abandonar el lugar pasamos frente al resplandeciente letrero del Hotel Morales y pensé que el administrador tampoco había presenciado algo a mi favor y que de cualquier manera no podía esperarse nada de alguien cuya calidad moral se mide al comentar si ya tan pronto al momento de que un huésped sale por cigarros o por lo que sea. Pensé que el mundo estaba loco y lo dije en voz alta, el mundo está loco, aunque para los patrulleros el único loco era yo, nada quise añadir ni pensar ya que mi cabeza zumbaba desde antes de subir a la patrulla cuando junté el aire necesario para decirle a mi novia, ex novia, que una cosa como ésa no se le hace a nadie, pero la muy perra ni ese gusto me concedió, se las ingenió para acercarse a la ventanilla y susurrarme al oído algo que no pude creer: para que aprendas, mamón, que eso no se le hace a nadie.

agosto 31, 2009

Victoria

Este es un texto aparecido en el suplemento El Ángel del periódico Reforma sobre los lugares favoritos de varios escritores. Yo escribí sobre el barrio donde nací.




julio 16, 2009

LECTURAS GUIADAS Y TALLER

LECTURAS GUIADAS en el CENTRO DE LECTURAS CONDESA
Norteamericanos sin grupo. Revisión de autores norteamericanos del Siglo XX.
Los lectores son importantes porque en ellos cobra vida la Literatura. Pero toman mayor relevancia cuando erigen y sostienen a sus autores predilectos, incluso en contra de los designios de la crítica y de la academia. Este ciclo de ocho sesiones comprende la lectura de cuatro obras rescatadas del olvido por los lectores:
El guardián en el centeno de J. D. Salinger; El cielo protector de Paul Bowles; Espera la primavera, Bandini de John Fante; y Última salida a Brooklyn de Hubert Selby.
Sábados cada 15 días. Del 18 de julio al 24 de octubre, de 12 a 15 horas
Informes: Nuevo León 91, col. Condesa. Tel: 5553.5270

TALLER LITERARIO en el CENTRO CULTURAL DE ESPAÑA
27 al 29 de julio, de 4 a 7 pm
en el Centro Cultural de España
Guatemala No. 18, Centro Histórico Cd. de México
Taller gratuito. Inscripción previa. Cupo limitado: 20 personas. Inscripciones e informes: talleres@ccemx.org – Asunto: “Taller escritura”.
SOLD OUT - LLENO

marzo 03, 2009

TALLER VIRTUAL

Narrativa: cuento, novela, crónica


Gracias a la asesoría de amigas como Karla Martínez y Alma Columba he logrado adaptar mi taller de narrativa para impartirlo por internet. Mejor aún, ya se ha echado a andar y hemos comenzado a revisar textos y a colocarlos en un blog destinado para este fin.


El programa tiene entre sus objetivos:
1. Que los participantes conozcan los componentes de la narrativa.
2. Ejercitar sus cualidades y detectar sus carencias para trabajar en ellas.
3. Enriquecer su destreza técnica mediante el desarrollo de su personalidad literaria.
4. Evitar los vicios en que incurren la mayoría de los talleres literarios.
5. Evitar la escritura y la lectura artificiales.
6. Propiciar la búsqueda de un estilo propio. El estilo de un escritor es la manifestación de una personalidad a través de la literatura.



Para obtener informes más detallados pueden contactarme en: mauriciobares@gmail.com


Este taller se impartió para la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, en las instalaciones del Centro de Lectura Condesa entre febrero y mayo de 2008; posteriormente en el foro Ágoras (Saltillo), en la Universidad Autónoma de Baja California (Tijuana), en el Instituto Sonorense de Cultura (Hermosillo), y en la Universidad Xochicalco (Tijuana, 2009), en cada caso con un alto número de participantes inscritos. Actualmente está programado para impartirse en Mexicali (marzo-abril), Morelia (junio) y lugares que ya iré anunciando aquí mismo.

enero 05, 2009

Amor y odio en el Patrick Miller (click para ampliar)

Crónica publicada en El Ángel del periódico Reforma, en la ciudad de México, sobre el legendario lugar de baile: Patrick Miller. Una crónica divertida con un final tan inesperado como contundente.

diciembre 09, 2008

En Hermosillo: Duro y a la cabeza!


Tuve el gusto de visitar Hermosillo del 26 al 30 de noviembre para impartir un taller de crónica y presentar la edición obituaria de A Sangre Fría. Disfruté encontrarme de nuevo con Victor Hugo Barrera (director de la editorial y la revista Altanoche) y de conocer gente increíble como Alejandra Olay, Edith Cota, Marreyna Arias, José Abril, al trío Chang-Chuy-Choing (Choing fue el editor de Glaucoma), al gran Carlos Sánchez (quien me llevó al Cereso 2 de la ciudad y quien me introdujo al caso y a la increíble literatura de Sylvia Arvizu, temas de los que hablaré a fondo más adelante), y de departir durísimo con Imanol Caneyada –flamante ganador del nacional de cuento Gerardo Cornejo y del estatal de novela El Libro Sonorense–, con quien además se generó la entrevista que aquí se incluye (dar click en las imágenes para ampliar).

Algo de todo esto, así como de las excursiones antropológicas al Pluma Blanca y al aguaje de un paisano mío (quien en verdad luce como Pluma Blanca) se puede atestiguar en altanoche: a sangre fría bajo cero!

A todos ellos un gran abrazo, y a todos ustedes también.

noviembre 09, 2007

Increible!!!!

Esta nota de Javier González Cárdenas (Tijuana) apareció en el periódico El Mexicano, en el suplemento Identidad!
(Click para ampliar).

septiembre 18, 2007

mayo 02, 2007

Ya no quiero ser mexicano! (Ed. Nula, 2007)


Nacido en el centro de la capital del país, a la vuelta del Barrio Chino, mi infancia se coloreó por los juegos de palabras, por las bromas de humor negro y los albures; por los partidos de futbol nocturnos y callejeros, por los pares de tenis colgados del cableado telefónico; por las trompadas relampagueantes; por los primeros robos de caramelos en las confiterías. Eso era vida.
Sin embargo, mis vecinos no lo veían así. Aquello sólo era ocio, algo sobre lo que no se podía fincar una personalidad. Mis paisanos se divertían en la comedia, pero regían sus vidas por la tragedia. Preferían la primera, pero optaban por la segunda. Se complacían como diablos, pero sucumbían ante un dios creado a imagen y conveniencia.
Entonces, aún niño, intuí que estaba en una trampa. Una trampa existencial, aunque suene mamón. Y decidí que no haría lo mismo que los demás…
(Fragmento)


Prólogo de J. M. Servín (aparece abajo)
Diseño: Ed.Nula y Sergio Santiago Madariaga
Foto de portada: Enrique Campos Romo

julio 20, 2005

De: Sobredosis, Nitro/Press, 2002


AYUNTAMIENTO 52, CENTRO

—Apúrate. Ponte los zapatos antes de que tus hermanas despierten de su siesta —fueron las palabras de su madre al apagar el enorme televisor Philco en blanco y negro.
Llevó al niño hacia la cocina. Antes de empinar un último trago de nescafé, ofreció un sorbo a su hijo.
—A ver, deja limpiarte la cara —se quitó un delantal limpio, aunque luido, humedeció una punta en la pileta del fregadero y talló boca y mejillas del niño.
La puerta del departamento, antaño basada en cuadrados de vidrio traslúcido y enmarcados por cancelería de hierro, veía algunos cristales sustituidos por remiendos metálicos. Salieron sin hacer ruido. El sol caía con furia sobre el patio. Los vecinos se refugiaban en sus departamentos. La mujer tomó al niño de la mano y lo condujo así todo el camino. Cruzaron con velocidad el patio, tranquilo a esas horas salvo por tres niñas que brincaban la reata, sin los muchachos jugando futbol.
Al llegar a la calle, dieron vuelta a la izquierda y caminaron por Victoria hasta José María Marroquí, donde viraron a la derecha para evitar las cantinas y pulquerías de Victoria.
En la esquina con Marroquí, el olor de la confitería, de sus dulces y galletas a granel, de los caramelos y la colación, de chocolates y bombones, del malvavisco y las confituras, despertaron en el niño un apetito muy parecido al vicio. La mujer compró doscientos gramos de malvaviscos y puso dos en la boca de su hijo.
Pasos más adelante, todavía sobre Marroquí, la madre se persignó ante las puertas laterales de la iglesia de San José, sin sospechar que dos décadas más tarde un terremoto habría de derrumbar parcialmente el templo, ni que, más importante aún, las cenizas de ella misma viajarían en una de sus naves casi treinta años después.
En la esquina con Ayuntamiento vieron en primera instancia el parque de la Plaza de San Juan, con la obra negra de lo que pronto sería el mercado de artesanías. En la Plaza, destacaban de la gente común los extranjeros de diversas razas; su extravagancia sólo encontraba rivalidad en los teporochitos que buscaban restos de comida en los improvisados depósitos de basura. A la derecha, la iglesia del Buen Tono reposaba sobre lo que alguna vez fuera un templo menor de los aztecas, por cuyas caras laterales debieron correr sangre y restos de cuerpos ofrendados a un dios déspota. Contiguo a la iglesia, se veía el edificio de la antigua Compañía Cigarrera Mexicana y los billares a cuyas puertas estaban los sillines entoldados de los boleros, quienes a esa hora parlaban ya relajados. La mujer dio tiempo para que el niño volteara un poco más hacia la derecha y viera, en la acera de enfrente, el largo edificio de cuya cornisa se erguían, presumidas, tres letras mágicas: XEW.
—Mamá, llévame al programa.
La mujer, sosteniendo en la suya la mano de su hijo, lo miró sin reflejar sentimiento alguno, lo que en el código de sus relaciones significaba una profunda muestra de cariño. Su hijo sonrió.
—Al rato —respondió la mujer, instándolo a proseguir.
Tomaron Ayuntamiento a la izquierda, en dirección opuesta a la estación de radio que ahora también ostentaba una incipiente emisora de televisión. Pasaron frente a un expendio de jugos, donde el niño miró un mostrador con enormes piñas y sandías, entre otras frutas y verduras adornadas con hojas de palma aún verdes. En el interior del expendio, dos niñas peinadas con colitas cantaban y bailaban acompañando a la voz de Manolito, que salía de un pequeño aparato de radio.
Cruzaron Dolores, dejando atrás un par de cantinas. La fermentación del pulque y la cerveza de barril se confundía con el olor a orín cocido al sol. Un borracho dormía boquiabierto y tendido a lo largo de la acera, impidiéndoles el paso.
—No mires —ordenó la mujer presionando la mano del niño, lo cual era, sin pretenderlo, una invitación a desobedecer.
Lo rodearon bajando de la acera durante algunos pasos. Atravesaron Aranda e inundaron sus pulmones con el aroma de los molinos de café, que en esos momentos tenían su segunda hora pico del día. En las mesas del café Villarías había mujeres que no tenían ninguna preocupación por comprar el mandado ni guisar nada, a juzgar por la parsimonia con que daban sorbos a los tazones de café frente a sí.
La mujer dio tiempo para que su hijo mirara la punta soberbia de la Torre Latinoamericana y, enseguida, doblaron a la derecha en López, donde el niño reconoció el restaurante de frituras donde solían desayunar los domingos con toda la familia. La mujer se detuvo para saludar ondeando una mano y dibujando una sonrisa, muy leve, que no correspondía al gusto reflejado en el brillo de sus ojos. Varias personas devolvieron el saludo desde el interior del establecimiento. Continuaron entre el río de gente de la calle de López y estaban por atravesar Peredo cuando un hombre rubio los detuvo entregándoles un volante y explicando que entre todos debíamos detener el lanzamiento del Apolo 13 a la luna, que aún quedaban dos semanas para impedir que el hombre entrara en el espacio de Dios. La mujer dijo gracias en un tono duro y siguieron su camino, buscando siempre la sombra. Media cuadra más adelante, una mujer ataviada con una sobria bata blanca y con lentes cuadrados de pasta negra, posada a las puertas de una óptica, obsequió un caramelo al niño. Las mujeres —incluida la ciudad— tenían una personalidad que no podía ponerse en duda.
—Da las gracias —conminó su madre. La otra mujer, señalando hacia arriba, preguntó:
—¿Te gustan mis búhos?
A cada extremo del letrero de la óptica sobresalía un par de pequeños troncos, enclavados horizontalmente en la pared a manera de perchas sobre las que se erguía un búho en cada una. Apenas visible, una cadenita mantenía a las aves sin ánimos para volar. De hecho, una de ellas aleteó sin despegar las patas del tronco, por reflejo, desistiendo de inmediato al olvidar de qué se trataba. La doctora repitió la pregunta:
—¿Te gustan?
Los búhos, por momentos, fijaban sus ojos inquietos y penetrantes en el niño.
—Sí —respondió aterrorizado.



La visita al mercado fue rápida, de rutina. Pero al salir, la algarabía de un pequeño tumulto en la acera opuesta atrajo la atención de la mujer y su hijo. Se escuchaban un pandero y la voz imperativa de un hombre, sin que las palabras fueran del todo distinguibles. Un gorro afelpado, negro, en forma de tubo compacto, sobresalía de las cabezas de curiosos. La mujer y su hijo cruzaron la calle. Enfrente había una joyería que hacía las veces de casa de usura (el dueño accedió a la fama por balacear a un deudor que había entrado para robar tanto alhajas como dinero) y, junto a la joyería, había un restaurante veracruzano que se hallaba vacío al unirse sus clientes al alboroto. Empotrado en una de sus paredes, un enorme pez espada parecía envidiar la movilidad de los parroquianos.
Antes de que la mujer pudiera abrirse espacio entre los mirones, escuchó una poderosa exhalación de naturaleza totalmente desconocida que la hizo retroceder, jalando al niño con ella. Sin embargo la risa de la gente la animó de nuevo. Más extraño que el hombre ataviado a la usanza del sur de Rusia y de la lengua que mezclaba con el español, era un enorme oso negro que ejecutaba suertes al ritmo del pandero y de las notas de un flautín que el domador tocaba simultáneamente. El acto se acercaba a su fin, pero el hombre promovía una próxima aparición allí mismo, a la misma hora. De momento, concedía una suerte más a solicitud del público. Entonces, tras admitir dos pequeños golpes con una varilla de acero corrugado, el oso apoyó sobre las patas traseras sus dos metros de alzada, agitando la pelambre polvorienta. Su mirada parecía alejada, casi maquinal, notoriamente distinta a su astucia característica en vida silvestre. El hombre controlaba a la fiera sosteniendo el extremo de una cadena enganchada a una argolla, que a su vez se cerraba en el cartílago ubicado entre las fosas nasales del animal. El oso sostuvo en las patas delanteras una pelota, lanzándola un palmo sobre su cabeza para que, al descender, pudiera golpearla con la nariz en dirección a su amo. Al recibirla, el hombre la devolvía al animal con órdenes en el idioma ajeno. El número se repitió cuatro veces, entre los movimientos trastabillantes del oso que inquietaban al público.
Con una caravana, el domador puso fin al número. El oso volvió a ser cuadrúpedo. Los aplausos premiaron a los ejecutantes.
El hombre se acercó a la bestia. Con desplantes de sobrada confianza, extrajo algo del bolsillo de su pantalón y puso la mano frente a la boca del oso, que pareció engullirla en un instante. La gente apenas alcanzó a exhalar cuando el animal ya echaba en retirada con el hocico lleno de caramelos, como los dos que cayeron al suelo y que el oso se lanzó a recoger a lengüetazos.
Finalmente el hombre encadenó al animal a un poste de luz. Se quitó el gorro y se dirigió a la concurrencia para pedir cooperación. Unas gruesas gotas de sudor le bajaban hasta el bigote. El cabello se mantenía pegado a su frente. Por su parte la bestia, ahora impaciente, volvió a alzarse y lanzó un rugido, la cadena golpeando ruidosa contra el metal del poste. Los presentes se replegaron despavoridos. El hombre giró de inmediato y se acercó para aquietar al animal con rudeza. Pero el oso se resistió a bajar. Su mirada aún se notaba ausente, apenas con el esbozo de una expresión olvidada. Sin embargo, el niño sintió el par de ojos asustados, mirándolo, como si volvieran en sí. Una tunda de varillazos bastó para que el animal olvidara el instinto y el hombre continuara la cobranza.
La mujer puso otros dos malvaviscos en la boca de su hijo cuando el hombre, que calzaba las perneras del pantalón dentro de las altas botas, se aproximó a ellos. La mujer dio una moneda al niño para que fuese él quien cooperara. Cuando el hombre acercó el gorro, el niño alcanzó a verle, bajo la manga amarilla de la camisola, una inolvidable cicatriz en la parte interna del antebrazo.



Con la emoción de un sueño que se realiza, el niño se maravilló una vez más con la fachada de mármol café-con-leche, tan bien pulido que su imagen se reflejaba en él, uniéndolo a las estrellas que se exhibían en vitrinas integradas a la pared: hermosas damas con vestidos entallados y lunares falsos cerca de la boca; caballeros relamidos levantando una ceja y regalando apenas una mitad de sonrisa; cómicos captados en plena payasada; un hombre con disfraz de indio rejego. Todo bajo el letrero: XEW TeleSistema Mexicano. El pequeño Hollywood tenía ya mucho de qué presumir.
En el vestíbulo de la emisora, las imágenes de las estrellas se ampliaban a escala humana: enormes fotos recortadas al contorno de cada artista, pegadas sobre tablarroca y sostenidas por una base a manera de posters móviles, ubicados en el vestíbulo y los pasillos para dar protagonismo a la gente que pululaba por ahí y que parecía codearse con los ídolos de cartón: mujeres dominantes en traje-sastre ceñido a la cintura, con la grupa en alto gracias al tacón de tres pulgadas y con los pechos en oferta según el modisto, discutían con los gerentes a viva voz los planes para la nueva emisora de televisión.
—Ya empezó el programa. Esperen hasta que se apague esa luz roja, que es cuando mandan a comerciales —dijo un oficial mientras obstaculizaba una pesada puerta—. Pero les advierto que el estudio está lleno.
Con gafetes de visitante y paseando por las instalaciones, un par de escritores eran guiados por un hombre y una edecán. Miraban todo con amable desdén. Vestían trajes oscuros de solapa discreta. Uno sin corbata y con el cuello desabotonado; el otro con una corbata tan delgada que apenas se distinguía de un listón. El primero con el cabello sin cortar ni engomar, a diferencia del segundo, que sumaba a su aspecto unos lentes cuadrados y un bigotito sensual.
—¿Sabes que ahí enfrente venden opio? —preguntó el elegante, que ante el desconcierto del otro, añadió: —Sí, sí, cruzando la calle.
La mujer insistió frente las puertas del estudio. Fastidiado, el oficial los dejó pasar antes de que se apagara la luz roja.
Una vez dentro, la mujer y su hijo vieron a Manolito cantando con play-back, simulando el movimiento labial y las exhalaciones prolongadas de cada canción. Al término de su acto, tres hombres se plantaron frente al público, alzando unas pancartas de APLAUSOS. La pequeña estrella fue despedida con una oleada de palmas, que no bastó para ocultar algunos silbidos mientras se perdía tras bambalinas.
Hubo una pausa. Al niño no parecía interesarle Manolito en lo absoluto. Desde el fondo del estudio, se esforzó para encontrar con la mirada a su ídolo, a su verdadero ídolo, de entre los hombres que retiraban la escenografía y acomodaban cables y objetos sobre el estrado. El espacio, más abarrotado que de costumbre, no permitía la visibilidad. Poco a poco se abrieron paso gracias a que varios niños partían luego de ganar premios en los concursos típicos. Otros, desilusionados de la vida de patiños, también se retiraban con lágrimas en los ojos. La mujer, con la bolsa del mandado en la mano izquierda, cargó a su hijo en brazos para aproximarse al estrado donde el ídolo solía dirigir los concursos. Donde también ejecutaba sus números de magia y de animales amaestrados y donde respondía los telefonemas que llegaban desde las aún escasas poblaciones de la república que recibían la transmisión.
Pero el ídolo no aparecía. Lo cual no importaba mientras la mujer avanzara más y alcanzara el estrado para subir a su hijo, ignorando al tipo con gafete de floor manager que intentaba detenerlos. La mujer obsequió al niño otro puñado de malvaviscos. Entonces, del otro extremo del escenario, con sus pantalones zancones y sus zapatos de bola, con sus tirantes y corbata de moño, con el bigote de peine y su bombín, entre aplausos grabados, apareció Don Facundo.
—Sampedro, qué pasó con esa luz, te dije que la quitaras.
—No se puede, jefe. Tuvimos que conectar todo en serie porque tronó el reflector chico.
—Pues ponle un filtro, carajo. Ponte enfrente, pero quítamela de encima, no seas inútil, mano...
—Entramos al aire en cinco segundos para despedir el programa —dijo otra voz, con acento profesional—, cuatro, tres...
—Qué carajos hace este niño aquí, quítenmelo de inmediato —dándole un empujón para sacarlo de cámara. Nadie acudió. esde el estrado, con la boca llena de bomboncitos, el niño dio varios pasos en busca de su mamá, pero la poderosa luz del reflector de Sampedro le dio de lleno en los ojos. El artista, al ver fallido su intento, jaló al niño de un bracito y dijo:
—Aquí tenemos un amiguito que nos va a ayudar a despedir el programa, ¿cómo te llamas?
En ese momento todo pareció agolparse en su cabeza, el sabor del azúcar seduciendo sus papilas, el calor de la calle y del estudio, el contraste entre la poderosa luz del exterior y la iluminada penumbra del set, los borrachos con olor a vómito y meados, los extranjeros, los búhos atados a la cadena, el efecto de la glucosa en su sitema nervioso, el nescafé, el pez espada con su salto eterno, la mirada extraviada del oso, el falso ruso y su cicatriz aquietando a la bestia con puñados de caramelos o golpes de varilla. La lección parecía demasiado intensa para un examen tan pronto. Sus hermanas debían estar viéndolo por televisión.
—Mira a la cámara, ¿cómo te llamas? —volvió a preguntar, con una sonrisa que distraía del apretón al bracito—. Bueno. No tiene nombre. No importa. Ve con tu mamita —el niño quedó inmóvil en el escenario—. Ya lo saben amiguitos, los espero el día de mañana a la misma hora y por el mismo canal. No dejen de enviarme sus cartitas y sus dibujos. Y a quienes puedan venir, los espero aquí en el estudio, Ayuntamiento 52, colonia Centro.
Pancarta de APLAUSOS. A una orden del floor manager, un tropel de niños subió al estrado, brincoteando y saludando a la cámara. Se soltó una red para liberar treinta globos de colores pastel sobre los niños, quienes no tardaron en disputarlos. Un par de edecanes en hot-pants obsequiaron serpentinas y espantasuegras. Subió el volumen de la música. Y los reflectores y las cámaras parecieron enloquecer.


CERILLOS EN LA NIEVE
(de Sobredosis, Nitro/Press, 2002)

I
Entra en mí —dijo Ivana acariciando mi rostro con ternura. Sólo su mano podía ofrecer más calidez que sus fabulosos ojos pardos, viviendo víctimas de una temperatura infernal, un infierno frío.
El sol había elegido muy bien este inmenso pedazo de mundo para no posarse en él y convertirlo en cárcel. Mientras nosotros, pobres imbéciles, improvisábamos nuestro insignificante sol con poca leña.
De hecho, hace poco, durante la madrugada Jristoff y yo sentimos la diáfana mortaja de la muerte —envolviéndonos los huesos como un manto húmedo en temperaturas tan abajo del cero— que rascamos como ratas los maderos de la primitiva cabaña para procurarnos leña. Rascamos con las uñas, por encima de la risa y del llanto, es decir, riendo y llorando al mismo tiempo. Astillada la carne bajo las uñas, rascamos también con las cucharas. Nada nos importaba hacer un boquete en la pared, nos parecía que no podía entrar más frío.
Sin duda el clima nos estaba enloqueciendo: las paredes al menos detenían la ventisca y la nieve, ese soplido de la muerte. A ningún viento le habría sido difícil borrar el amarillo del fuego con un pincelazo de negro y restablecer el dominio del frío y de lo oscuro. Además, teníamos seis días de haber terminado nuestra provisión de cerillos: rascando podíamos obtener astillas, pero nada para encenderlas.


II
Tres días después arribó la esperada dotación de cerillos. Aún estábamos vivos. Nos extrañó que el paquete llegara envuelto en su papel estraza, como siempre, pero acompañado de una ración más. También el resto de nuestras provisiones llegaba en una proporción mayor. Como de costumbre, sin descender del jeep los soldados habían arrojado nuestros paquetes sobre la nieve —tres en vez de dos— y los recogimos para meterlos a la cabaña. Tres botellas de vodka, tres dotaciones de chocolate. Jristoff y yo nos miramos escudriñando las posibilidades. Dudamos que fuera una recompensa por el trabajo que realizábamos sin voluntad. Entonces el conductor del jeep nos llamó desde fuera. Allí estaba la respuesta, bajando de la parte trasera de otro jeep: Ivana.
El brillo abundante de sus cejas oscuras me golpeó el pecho como un mazo. Ella de inmediato agachó la mirada neurótica, se movió rápido y entró vociferando a la cabaña.
Aún afuera, perplejos, Jristoff y yo tardamos unos segundos en mirarnos de nuevo a los ojos. Nada tenía que hacer una mujer entre nosotros. Algo debía estar sucediendo que las reglas se rompían: no sólo veríamos después de meses a una mujer, sino que viviríamos con ella. De haberlo sabido con anticipación, Jristoff y yo habríamos bromeado —muy en serio— sobre la importancia de sostener en nuestra vivienda la democracia que no existía en el exterior, y nuestra disposición a compartir la mujer.
Pero no pudo ser así.
El jeep reemprendió su recorrido. Con un movimiento de cabeza Jristoff me indicó regresar al interior. No sabíamos quién debía hablar primero, ni en qué idioma. Con su polaco natal y su pinche doctorado en literatura rusa, Jristoff aventajaba a mi español intrascendente y mi inglés de bajos fondos.
Reconocí que Jristoff habló con ella en polaco. En otras circunstancias, el ruso habría sido más natural y más neutral culturalmente, pero nuestra particular localización geográfica no lo hacía del todo amigable. Así que Jristoff fue muy inteligente eligiendo primero el polaco. De cualquier modo, la mujer lo miró con rabia y, según vimos, sin entender una palabra. Contestó entonces en un idioma que Jristoff olió fugazmente. Pero eso bastó. Era otra lengua euro-oriental, así que Jristoff sonrió y, sin temor a equivocarse, cambió al ruso para decirle nuestros nombres y nacionalidades, a lo que ella respondió escupiendo hacia los pies de cada uno.


III
Había varias formas de escapar, una de ellas era morir. Y había varias formas de morir, una de ellas era escapar. Como ejemplo de lo primero, sólo se necesitaba un poco de entusiasmo para atacar a los custodios y recibir una descarga de metralla viva. O, en el segundo caso, caminar en cualquier dirección. Increíble que el espacio abierto fuese una barrera más eficaz que un muro; y que, pensando en las prisiones comunes, un muro compacte todos estos kilómetros horizontales en una pila de tabiques cuya distancia vertical no rebasa los doce metros.
Había una mejor opción, sin embargo.
Bastaba con dormir fuera de la cabaña. Pernoctar a temperatura ambiente significaba no pernoctar: antes del amanecer el cuerpo sería alimento congelado para los osos (según los rumores, ése era el pasatiempo predilecto de los custodios: alejar los cadáveres del campamento, aproximarlos en jeep a las manadas de osos o lobos, y reír al verlos desmembrarse entre sus quijadas). Un rumor.
Vivir y morir: no había otra cosa para hacer.


IV
Le llamaban aislamiento, pero un magnate en una isla desierta se aísla bajo condiciones muy distintas. Se nos negaba la civilización. Cerillos y arenques enlatados eran nuestro único contacto con la historia (lo cual era un privilegio, desde mi perspectiva). Sin embargo, Jristoff discrepaba: “Nuestra situación es un permanente contacto con la historia y su estupidez”. Y quizá tenía razón. “Imbéciles, no han entendido que comer pescado y prender una fogata no crean una cultura”, gritaba cada vez que el jeep de las provisiones reemprendía su camino, “el resto de la gente apenas recibe un poco más que nosotros”, les recriminaba cuando la distancia mataba sus palabras, al tiempo que volteaba hacia a mí, un poco para consolarme.
Como fuera, se trataba de un cautiverio que nos regalaba un litro de vodka cada mes (contrario a mi país, donde no recibiríamos nada pero podríamos conseguirlo todo en cualquier momento). Yo no tenía queja. Ni por los arenques.
Nuestro paraíso se componía de vodka y chocolate. Un puñado de tabaco corriente y papel para liar. Aunque no aspirábamos siquiera a café cubano (molido con granos de chícharo), recibíamos lo demás con la misma puntualidad que los alimentos. La comida bastaba para evitar la muerte, pero no el suicidio. Todos sabemos que el suicidio también es muerte y que para combatirlo hacen falta las sustancias.
Jristoff bifurcaba su atención precisamente en este punto. El tema no le interesaba en lo absoluto. En la soledad de la cabaña, días después de alguna visita del jeep, seguía vociferando: “los presos de este país al menos tienen un idioma común, una cultura, un pasado para compartir su presente”. A mi juicio, poca gente en el mundo podía comunicarse o conocerse mejor que nosotros. Pero hacía muchos años y muchas leguas que yo había decidido no discutir jamás, con nadie, sobre nada. Menos lo haría aquí. Ciertamente debíamos agradecer que, aun viviendo como neandertales, no requeríamos de frotar piedras y varas para encender un fuego. Teníamos cerillos. La máxima y mínima diferencia histórica, ya que, por lo demás, una cueva no habría sido más fría o incómoda que la cabaña.
Y cazar osos para vestir resultaría preferible que picar piedra a perpetuidad.


V
El juego y sus reglas se establecieron en el acto. En ningún momento Jristoff y yo intentamos aprender un idioma para comunicarnos. De no ser el idioma local, ¿qué otro idioma tendría sentido en esta nieve eterna? Nuestro lenguaje se limitó al escaso inglés de Jristoff, palabras sueltas en ruso y polaco que memoricé por accidente, así como gestos y silbidos que usábamos a la distancia, en el monte, entre sonrisas, sobre todo al picar piedra.
Sin nada qué compartir que no fueran nuestros genitales, entendí que Ivana elegiría a Jristoff. Dos días tardó en aparecer el amor, en ruso. Y no necesitaron decírmelo, en ningún idioma. Así que, como ya dije, el juego y sus reglas se establecieron en el acto.
Cada noche tenía que antojárseme un cigarro. Lejos de la cabaña. Un cigarro que durara encendido tanto como durara encendido el miembro de Jristoff. Afuera fulguraba el suelo nevado contra el celeste negro; y el espectáculo de los copos de nieve desprendiéndose del cielo como estrellas frías hacía soportable la implacable violencia del verdadero frío. Encontré placentero el alejarme de la cabaña para no escucharles el placer. También disfrutaba al exhalar el humo del cigarro, jugando a adivinar en qué momento se acababa el humo y comenzaba el puro vaho. Mi vaho. Pero lo más placentero era apagar, con un chasquido contra la nieve, la puntita roja de mi cigarro empequeñecido.


VI
Y no cabe duda que el mundo, el destino, la vida, la historia, el hombre, o como le llamemos, suele jugar sucio. Cuestión de expectativas. Nuevamente se esparció un rumor, apareció la esperanza e, infaltable, su gemela fea: la burla sardónica. No. Parecía más fácil que el mundo entero venciera su estupidez, a que alguien recibiera órdenes de libertad desde los altos tribunales militares.
Sin embargo, de nuevo, aunque el brillo en los ojos reservara un espacio para otra decepción, la esperanza continuaba allí. A nadie le interesaba indagar si el muro de Berlín seguía en pie o no, si el Este se mudaba al Oeste, si cambiaban las reglas del juego. Entre nuestros montes de piedra imbatible, la gente otra vez esperaba.
En efecto, a estas alturas la libertad me parecía más una condena. El mismo Jristoff se arrebataba ante la esperanza, ciego, tonto, sin recordar que fuera de aquí también se llevaría una decepción. Prefirió omitir, como los demás, que la libertad no es más que un pequeño conjunto de condiciones, todo tan ilusorio, y que quien habla de libertad ya tiene su propia cárcel.
Finalmente, los rumores tomaron el tono contundente de la realidad. Primero nos enteramos que entre las cabañas a la ladera del monte habían llegado las primeras órdenes de liberación para algunos hombres. Ya conocíamos a alguien que conocía a alguien que había sido condenado a la libertad. Y cada vez estuvimos más cerca.
Hasta que nos llegó el día.
Siendo el destino una porquería, no me extrañó que sólo llegaran dos sobres a la cabaña: ninguno para mí. A ambos los requerían de inmediato los gobiernos de sus países. La vida era una mierda también para ellos. Aquella sería entonces su última noche de amor. Y la última en que yo saldría a fumar y apagar mi cigarro en la nieve.


VII
Ivana salió inesperadamente de la cabaña y me encontró apagando el cigarro sin filtro. Se aproximó a paso lento pero decidido. Cambió su semblante siempre molesto y, frente a frente, por primera vez, me sonrió.
—Entra en mí —dijo acariciando mi rostro con ternura, sin rastros de compasión. Sólo su mano podía ofrecer más calidez que sus fabulosos ojos pardos.
—Entra en mí —repitió, acercándome a ella. Pero negué con la cabeza y devolví su sonrisa. Sólo quería sentir sus manos entibiando mi rostro, derritiendo pausadamente mi piel de nieve.


VIII
Tardó quince días más, pero hoy mismo, por fin, llegó mi orden de libertad. Me dieron tres horas para evacuar la cabaña. Careciendo de pertenencias, he preferido sentarme a escribir estas líneas. Oigo afuera el sonido forzado, lento, del jeep que viene a recogerme. Sólo debo agregar que este gobierno no puede ni quiere gastar en un boleto de avión hasta mi país —y seguramente mi país no puede ni quiere recibirme—, así que les ha sido fácil mandarme por tren, y gran coincidencia, a la tierra de Ivana.
Es posible que la busque, es posible que no la encuentre, lo cierto es que haré lo que nunca he hecho, lo que se hacía en tiempos de mis padres. Primero buscaré sus ojos y la calidez de sus manos. Y quizá después entraré en ella.

mayo 16, 2003

De: Ya no quiero ser mexicano, Ed. Nula, 2007

Identidad frente al espejo roto
(Prólogo a Ya no quiero ser mexicano, por J. M. Servín)

“En este mundo cualquier cosa puede suceder y hay que estar dispuesto a todo”, dice una especie de proxeneta de gays al narrador en “Jaap”.
En Ya no quiero ser mexicano escenarios urbanos desquiciantes sombrean a personajes al borde del precipicio. La narcosis como aliada contra la frustración y el odio. El narrador es uno más entre millones de prófugos de su destino. Es él y sus circunstancias, adversas siempre, hilarantes una vez que logra despojarlas del patetismo, los golpes de pecho y el juvenilismo al que recurren otros escritores pretendidamente iconoclastas.
Resultaría pretensioso llamar “autoexilio” a la iniciativa de quien, sin persecución política mediante, emprende una larga estancia en Europa, salvo porque ésta fue motivada por un furibundo rechazo a las raíces y cultura de origen. El periplo trasatlántico de Mauricio Bares, continuado a marchas forzadas en México, le sirvió de autoinmolación para despojarse de prejuicios y como tour de force hacia sus propios abismos. Pero asomarse al abismo es peligroso porque el abismo termina por asomarse a ti, afirma Nietzsche.
Estoy convencido de que existen muchos más mexicanos de los que calculo que ya no desean serlo, incluido yo. Desafortunadamente uno es lo que es y sólo queda remar contra la corriente. El conflicto entre realidad e intelecto es ineludible. La deriva como mapa de ruta amplía las posibilidades de confrontar el absurdo y el patetismo de lo que se suele llamar “identidad nacional”, venga de donde venga.
A lo largo de estas crónicas prevalece el desenfado y la evidente confirmación de que como individuos y como historia, los mexicanos tendríamos sobradas razones para impugnar lo que somos. Y no hace falta ser un especialista en ciencias sociales, o atiborrarse de las noticias con que los periódicos y el entretenimiento por televisión -sobre todo el informativo- le dan vuelta al cilindro que hace bailar al mico llamado “Nacionalismo”, engendro del Poder que ha opuesto a los hijos contra sus padres y a éstos contra los hijos.
Un anhelo de sustitución prevalece en esta suerte de testimonio generacional. Siguiendo la ruta de los grandes escritores realistas, Bares se desenvuelve como un apasionado de la verdad y la moral, pero no de esa moral que simula o oculta los aspectos más deplorables de la vida. Bares señala lo peor de nuestra condición bajo la facha de latinoamericanos profesionales dizque sufridos y heroicos, prestos siempre a gritar ¡Viva la revolución, viva el zapatismo! donde asoma una rubia amante de lo exótico.
Mauricio Bares ha sido colaborador de suplementos y revistas culturales, además de traductor. Como editor ha dirigido Nitro/Press de 1997 hasta la fecha. Sofisticada y ambiciosa, esta editorial ha publicado una revista, libros de ensayo, periodismo y narrativa; videos, postales y calcomanías: muestras de que en México, a pesar de sus pretensiones y simulaciones (el rey va desnudo porque debe hasta la camisa), existen artistas propositivos, autocríticos y sobre todo, contemporáneos a una realidad global mucho más compleja y dinámica que aquella propagada oficialmente cada 15 de septiembre y en los informes de gobierno.
Algunas de las crónicas de Ya no quiero ser mexicano fueron publicadas en A Sangre Fría, el tabloide de “morbo y frivolidad” que junto con el autor tuve oportunidad de coordinar y editar entre 1992 y 1993.
Bares se rebela a ese fatal accidente llamado “identidad”, al menos como la entiende la gran mayoría de los mexicanos, tan hechos a sufrir y aguantar. Así lo expone en “Economía política del pesero”: “Todos sabíamos que la vida se reduce a un trozo de mierda para el noventa por ciento de mis compatriotas, pero eso no me hace quererlos, tampoco compadecerlos, ni a ellos ni al diez por ciento restante”.
Tendrán que entender que como prologuista no pueden exigirme ser objetivo. Hubo un momento en que creí sinceramente que las obras de Mauricio Bares, algunas de ellas aún inéditas, no podrían ser rechazadas por ninguna editorial “seria”. Me equivoqué y me di cuenta de la importancia de un tipo como Bares: emprendedor, irresponsable con su tiempo y su dinero y sobre todo, leal a sus amigos, algunos de ellos escritores como él. Durante muchas y prolongadas reuniones hablamos de literatura sin hablar de su literatura. Sólo parecía escucharme, más bien indiferente, sin interés alguno excepto cuando aparecía la obra de Faulkner o Paul Bowles, o un tópico de fútbol que aprovechábamos para reírnos de las chambonadas e imposturas de las luminarias locales, tan parecidas en su medianía a la de sus símiles literatos. Ahora veo que fue un tiempo de recapitulación donde fortaleció sus convicciones y oficio de narrador.
Quince años después de que estas crónicas comenzaron a escribirse, el aquí y el ahora es el mejor momento para suscribir el título que las agrupa. Sus planteamientos se prestarían a juicios sumarios a no ser porque basta con mirarnos al espejo para darnos cuenta de que la anomia de los mexicanos se manifiesta precisamente en una resignación autodestructiva producto de una histórica crisis de identidad. Ya no quiero ser mexicano cumple su propósito: restregarnos en la cara lo que somos, a pesar nuestro, y sobrellevar la insensatez de la demagogia y la crueldad del destino acercándonos a la obra de un escritor que a través de su expresión naturalista y honesta, puede llamar a la mierda por su nombre.

LAS BICICLETAS TAMBIÉN SE EMBARAZAN
(de Ya no quiero ser mexicano!, Ed. Nula, 2007)

I.
Ámsterdam debería significar lugar de las bicicletas. O lugar de las perversiones. Basta pensar en las hermosas holandesas que se frotan con el asiento a cada pedaleo, vistiendo frecuentemente entalladas minifaldas elásticas que dejan a la vista el impacto de su intimidad. Pienso también en los tipos sin otra ocupación que esperarlas pasar, apostados en sitios estratégicos, en especial durante el verano cuando las nenas se despojan de los mallones que las protegen del invierno inclemente y obsequian a los mirones un trocito de tela azul cielo o rosa pastel.

II.
Desde hace casi un siglo las bicicletas son un medio de transporte bien establecido: hay dieciséis millones en el país –casi un millón en Ámsterdam– y recorren las calles por carriles exclusivos para ellas. Cuando los nazis invadieron Holanda, enviaron a judíos y gitanos a los hornos, y lo mismo hicieron con miles de bicicletas, fundiéndolas para hacer tanques y armamento. Hoy en día, son tan reclamadas éstas como aquéllos.
Además existe todo tipo de aditamentos para integrar las bicicletas a la vida útil. Mi hermana, por ejemplo, había instalado en la suya dos sillitas para llevar a sus hijas a la escuela. Su bicicleta y la de su esposo se encadenaban al barandal del corredor justo afuera del departamento que rentaban en una especie de Tlatelolco mastodóntico. Desde la ventana del cuarto que ocupé durante un año, podían verse las dos bicicletas, además del paisaje diez meses lúgubre. Una cortina gruesa y oscura me protegía de la luz infame, aunque era cierto que en tales latitudes la luz es pálida, enfermiza, y que el sol, mezquino, parecía absorber calor en vez de irradiarlo. Aún así, el sol es el sol y mi vida de vampiro alcohólico y drogadicto hacía de la luz artificial lo único asimilable para mis ojos rojos. Además, como una oferta, como una promoción, como una propaganda, el invierno europeo ofrecía una inmejorable ventaja: ir a la cama a las ocho de la mañana, mientras el sol austral todavía duerme, y levantarme a las cuatro de la tarde cuando el astro huye como perro con la cola entre las patas: vivir en completa oscuridad las veinticuatro horas del día.

III.
Pero cierta mañana los intestinos se me retorcían como víctimas de algún nudo ceñido e impío, por lo que me vi obligado a abandonar mi féretro y correr al baño. Una vez allí descubrí que habíamos agotado nuestras reservas de papel higiénico. Me sentí humillado. De todos modos grité pidiendo a mi hermana algo para reemplazarlo. Nadie contestó. Sólo escuché, fuera del departamento, el inconfundible claqueo de las cadenas con que sujetábamos las bicicletas. Debía ser mi hermana regresando de recoger a sus hijas de la escuela al mediodía. Me extrañó no escuchar el neerlandés en voz de las niñas ni las respuestas en el ya deformado español de mi hermana. Sorprendido como el tigre de Santa Julia no tuve oportunidad de correr: al salir del baño y del departamento ratifiqué que acababan de robarnos la bicicleta de mi cuñado, quien roncaba plácidamente en su recámara.

IV.
Otra oscurísima tarde de invierno, tiempo después, mi hermana y su familia salían de fiesta. Sin trabajo, sin dinero, sin mujer, la ciudad más delirante del planeta aún tenía muchas cosas que ofrecer para ocupar mi tiempo de ocio. Mirar al techo, por ejemplo. A las paredes. Al piso. Sólo la urgencia extrema me hacía usar y abusar de la pornografía, también asequible por televisión a horas bien determinadas: estos holandeses piensan en todo.
Fue esa noche, tumbado sobre mi cama, que nuevamente escuché las cadenas claquear. Ante la sospecha de otro robo, corrí hacia la ventana y alcancé a divisar la figura de un hombre sobre la única bicicleta que nos quedaba (la de mi hermana con sus sillitas para transportar a sus hijas): el tipo se veía montado en ella, como cabalgándola, pero con el cuerpo echado hacia el frente y lamiendo el manubrio, o algo así. Desde la relativa oscuridad del pasillo, la silueta sintió el golpe de luz artificial de mi habitación al momento en que descorrí la cortina, desmontó la bicicleta y salió huyendo. Tres cosas me quedaron claras: era un hombre, tenía el pelo enmarañado de los rastafaris, pero era blanco. Me pareció una chingadera tener que salir a romperme el hocico en holandés. Debí cruzar mi cuarto y la antesala para llegar a la puerta de nuestro departamento y abrirla de golpe para asomarme al largo pasillo: nadie. Era prácticamente imposible que alguien recorriera todo el pasillo hasta el elevador en menos tiempo que el que yo empleé desde mi cuarto hasta la puerta. Debió ser un nuevo vecino, alguien a quien yo no conocía pero con acceso a uno de los departamentos de ese piso.
Me acerqué a nuestra bicicleta sólo para corroborar que las cadenas permanecían intactas, ningún candado forzado. A punto de regresar a mi habitación descubrí el logro máximo de nuestro visitante secreto: vaciar su testosterona sobre el asiento de la bicicleta de mi hermana.

V.
La vida era una noche interminable, así que transcurrían las noches, no los días. Vagaba incansable, pobre y hambriento por las calles de la oscura Ámsterdam, enfilando casi siempre hacia la Zona Roja.
Rondaba los callejones entre negros que me ofrecían cocaína a precio de speed (una imitación química y un poco vulgar de la caspa del diablo); entre rubias desabridas que me prometían la mejor mamada de mi vida si les regalaba un poco de heroína, sin entender que ellas eran las heroínas; entre turistas pendejas que apretaban sus bolsos contra sus cuerpos al verme cerca de ellas, pues creían que bajo el abrigo podía traer algo más afilado que mi pluma; vagaba entre incrédulos que fumaban hashís en la calle sólo porque era posible hacerlo; entre italianos que compraban condones de todos colores y sabores y que se deleitaban mirando tetas de papel provenientes de todos los rincones del orbe.
Pasaba de largo frente a los más elevados centros de salud y recreación, cuyos cancerberos turcos y marroquíes tenían los mismos rasgos caninos que sus colegas en todo el mundo, el mismo anillo en el meñique. Ellos, entre sonrisas —la sonrisa como acto de vileza— me invitaban a contemplar fabulosas cogidas en vivo: mujeres de vaginas insaciables contra hombres de falos infalibles, quizá inflables.
Inconcebibles muñecas me sonreían desde sus vitrinas, alumbradas favorablemente bajo la luz roja. Nunca entendí a los holandeses que estacionaban sus bicicletas frente a las vitrinas de colombianas gordas, si a la vuelta había holandesas que podían competir por el título de Miss Universo, Miss Infinito, Miss Bares. Sin duda habría pagado los cincuenta florines de haberlos tenido. Habría planeado un atascón de heroína, cocaína y alguna Josefina, pero el hambre ya era entonces una droga barata y efectiva. Los ayunos me ayudaban a lograr visiones, alucinaciones de tercera categoría, momentos de pasmosa lucidez, hasta frases célebres.

VI.
Un día mi hermana se quejó de que por las mañanas, con cierta regularidad, encontraba el asiento de su bicicleta manchado con algo seco pero pegajoso, como caca de algún pájaro extraño.

VII.
Mi cuñado y yo fumábamos hashís en casa, casi a diario. Había noches en que, debido a la hora, ninguna tienda de los alrededores podía proveernos de papel para liar, o de tabaco para rellenar los carrujos, ni de hashís cuando lo terminábamos antes de lo calculado. En casos de desesperación, teníamos en el vecino un ángel de la guarda, un genio protector para la satisfacción de nuestros deseos, un holandés con reminiscencias hippies (pelo largo, ropa étnica, amor y paz) que hospedaba tipas locas por algún tiempo a cambio de compañía. Una flaca correosa y pálida era su pareja en turno. Se había mudado con poco equipaje pero trayendo un perro gigantesco de aspecto criminal, aunque de carácter torpe. También había traído consigo su bicicleta.
Con el vecino todo era cuestión de salir a la terraza en la parte posterior del departamento y llamarlo. El perro nos miraba con ojillos inquisitivos. Y desde su terraza el vecino despachaba nuestras peticiones: durante el día regalaba caramelos a mis sobrinas, por la noche nos obsequiaba otro tipo de caramelos a nosotros.

VIII.
Una noche de forzada abstinencia mi cuñado salió a la terraza a pedir otro deseo a nuestro ángel de la guarda. Fumamos una maravilla tailandesa que nos colocó en un estado zen perfecto. Con hashís y televisión encontrábamos algo muy parecido a la felicidad.
No quise arruinar el momento. Mi cuñado ignoraba todo lo relativo a nuestro vistante nocturno y, por lo mismo, desconocía el origen de las extrañas cacas de pájaro que mi hermana limpiaba todas las mañanas del sillín antes de montar su bicicleta para llevar a sus hijas a la escuela. Mi cuñado también ignoraba que esa misma noche nuestra bicicleta había recibido otra descarga seminal, que dejaba de ser semanal y se convertía en rutinaria, aumentando su frecuencia desde la noche en que estuve a punto de descubrir a su emisor. Preferí callar. Cedí toda mi atención a una fabulosa cogida que se llevaba a cabo dentro del televisor. De pronto, como por arte de telepatía, mi cuñado viró la cabeza para comentar en algo parecido al español: nuestro ángel de la guarda se cambió el peinado como rastafari, tú crees?
Dejé que otros dos caballeros se cogieran a la heroína de la película, y al término de ésta, luego de que mi cuñado se retirara a tener dulces sueños, salí del departamento con un carrete de cinta adhesiva y coloqué en la puerta del generoso vecino un condón, acompañado de una nota que en inglés intentaba decir:

Querido vecino:
Entendemos que el respeto a la perversión ajena es la paz. Coincidimos en que las bicicletas se convierten en seres más entrañables que los humanos, y por lo mismo nos preocupa que la nuestra sea víctima de un embarazo no deseado. Las instrucciones para el uso del aditamento que le obsequiamos son muy sencillas.

Atentamente,
sus vecinos.